Estaba en aquella habitación, notaba como el vapor de agua cargaba el aire, como el sabor salado de sus lágrimas en las mejillas bautizaba su lengua. Olía a agua salada, Olía a sales de baño, a champú y a gel. Oía sirenas, oía ballenas, oía cadenas, oía gluglus debajo del agua, oía el agua dentro de la garganta de otros. Veía el agua correr, una catarata distante, invisible, piscinas por doquier, duchas y bañeras. Y allí estaba, frágil, medio desnudo, con las muñecas resentidas, los tobillos ensangrentados, huérfano y solo.
Bueno, tal vez solo no, pero aquella persona que le acompañaba, era de lo más peculiar. Aproximadamente metro noventa de estatura, iba con ropa de mujer y bata, en la que dictaba "Doctora Esfenoides".
No obstante, no tenía pinta de mujer, ni mucho menos de doctora.
A lo largo de su cara se podía ver una geografía variopinta de cicatrices de edad variable.
LLagas, rojizas, magmáticas y encarnezidas. Marcas, dehiscencias y señales, que formaban una máscara siniestra, inquietante y grotesca.
No obstante los ojos de aquella persona coronaban brillantes el pentagrama de desgarros. Azules y tiernos. En una oleada de piel maltratada, olivácea. Limítrofes con dos cejas finas, y unos labios carmesí perfilados de manera magnánime.
El cuerpo reflejaba algún desequilibrio hormonal, una mezcla entre vigorexia y dismorfia, un palacio esteroideo sometido a mil y un corsés de peros.
La ropa le quedaba pequeña, dejando ver unos abdominales marcados sin atisbo de pelo en ninguna parte, y unas piernas definidas llenas de laboriosas marcas también.
Pero eran los tacones que llevaba los que marcaban el estruendo, era imposible que le cabieran.
Y allí estaba él, con su liberador extraño, delante de otro extraño, con toda una vida en comunidad vegetando en otra sala, esperando su ayuda y su esfuerzo.
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