ver un ataúd para él era de lo más normal, los peinaba, lavaba, besaba y educaba en las artes fúnebres, los vestía y acolchaba, los quería a su extraña manera, dándolo todo sin esperar nada a cambio, y recibiendo, a cambio, ver cómo otros ocupaban o yacían, en su obra fetichista. todo un suplicio.
sin una expresión identificable en la cara, componía una caja de las más suculentas maderas, frutos de la tierra dispuestos a volver a ella; sus ojeras desvelaban, una estética diferente fruto del insomnio de amor en el que se sumergía cada noche, quedándose a veces sin oxígeno, cuando se le metía serrín por las coanas. la madera de cerezo le encantaba, el ébano le distraía y el abedul lo infravaloraba. Era un arte, una habilidad, el diseñar la túnica de la muerte, justo a su justa medida.
Cortaba, lijaba, pintaba y componía, barrotes dehiscentes fusionados con la cadaverina. botes de fragancias demasiado apetitosas para narices tan lascivas.
componía pentagramas, con golpes sostenidos, en bemoles tallados.
Su amante marchita, siempre le engañaba, hasta que decidió yacer con ella, coronándose como vampiro, Nosferatu o medium de la sensualidad necróptica, y no pudo ser más feliz, al pensar que si un cataléptico despertara, se hayaría tan cómodo que no arañaría a su amante de madera.
Cubiertos de flores y Sedientos de Rosas, así acababan todos, inmersos en la nada, de la tierra con más cipreses, ocultos tras la losa, de frío mármol, en el subsuelo, siendo la puerta a la más incorrupta alegoría.
Pues su trabajo, más que fetiche, era filosofía.
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