martes, 26 de febrero de 2013

XVI - Carrusel de Cadáveres IV - "Seda y Terciopelo"

"Dios te salve María, llena eres de gracia, bendita tu eres entre todas las mujeres..." - rezaba una niña de rodillas, en un banco de madera, al que el barniz daba un toque de brillo incómodo; en un ambiente cargado de incienso y jazmín. "Bendito es el fruto de tu vientre, Jesús" - musitaba la niña mientras le caían lágrimas por las mejillas, y el dolor de las rodillas la inundaba. Apretaba con fuerza el rosario de cuentas negras. Tenía la mirada fija, en la de la estatua que tenía en frente, y seguía llorando.
"¿Crees que Jesús te quiere ver llorar, niña estúpida? ¡Reza con más devoción! y un golpe le acarició la mejilla y le secó las lágrimas."

-¡Lady Amandei! ¡Lady Amandei! - la llamaba una voz serena al ritmo que la tocaban unas manos pequeñas y frías.
Abrió los ojos, allí estaba Ceruleus, su asistente, un niño de pelo negro con mechas azuladas, pálido y vestido con una túnica blanca, que acababa sobre sus rodillas.
- Ceruleus, te he dicho mil veces que me despiertes con suavidad, ¿ya han llegado los nuevos a la sexta planta?
- Así es ama Amandei
- Bien Ceruleus, ve a por mi fusta de látex lacrada en rojo, voy a enseñarte disciplina por despertarme de tan malas formas.
- sí, ama ¿algo más?
- mi ropa, quiero mis estiletos negros, el látigo de espinas, el corsé morado, el pintalabios azul, las medias de rejilla y los ligueros cilicios.
- sí! mi señora.
- Vamos a dar un seminario magistral sobre el arte de la devoción.

Tras salir de sus habitaciones, dispuesta a trabajar, pasó a la sala de los acólitos donde vivía Ceruleus la mayor parte del tiempo vigilando las mudas de ferreo hilo. Tres a un lado de la pared, grises, inmóviles, oxidadas. Tres al otro lado, sonrientes, arrogantes, de latón.
-Cerúleus, ven.
Acto seguido el niño fue hacia ella balanceando los brazos por fuera de la túnica.
- ¿Maestra?
Lo que pasó después fue muy rápido, una pierna envuelta en una media aporreó las piernas del niño.
- Para que vuelvas a despertarme de malas formas, puto desagradecido.
- Lo.... siento... señora... dijo mientras se tocaba la pierna de forma instintiba y contenía las lágrimas.
- Ahora a trabajar, despierta al resto de acólitos.
El niño cogió una varilla metálica y fue quitando las máscaras de las formas larvarias que había en la habitación. Por la noche se metían gusanos y por las mañanas despertaban mariposas. Más finas que el coral. Las damas de hierro, eran la mejor opción para los empleados insolentes. Y Amandei lo sabía. Mientras entraba la luz en sus corazas, gemidos cálidos de dolor emanaban de aquellos sarcófagos.
- Ahora Ceruleus, Percute sus oídos. El niño agarró la varilla y se dedicó a golpear los cuerpos de metal, despertando gritos, y horrores al ritmo del trauma acústico. Y Ahora, sácalos. El niño fue abriendo las cerraduras dejando a sus empleados al descubierto. Todos atractivos, Todos jóvenes. Todos heridos. Todos obedientes. Venus. Ereah. Sísifo. Cherub.Rafael y Samael.

Así fue como empezó su mañana, entre sedas, y cuero, entre incienso y sudor, entre música suave y alaridos. Era la sexta planta, el tercio a pelo, el túmulo de seda, donde se castigaba la pureza y se ensazalban los pecados. Donde se castigaba la castidad y se entrenaba la lujuria. Donde la lujuria desmedida era más letal que los carceleros.

lunes, 4 de febrero de 2013

XV - Carrusel de Cadáveres III - "Las llagas de la Sirena"

Estaba en aquella habitación, notaba como el vapor de agua cargaba el aire, como el sabor salado de sus lágrimas en las mejillas bautizaba su lengua. Olía a agua salada, Olía a sales de baño, a champú y a gel. Oía sirenas, oía ballenas, oía cadenas, oía gluglus debajo del agua, oía el agua dentro de la garganta de otros. Veía el agua correr, una catarata distante, invisible, piscinas por doquier, duchas y bañeras. Y allí estaba, frágil, medio desnudo, con las muñecas resentidas, los tobillos ensangrentados, huérfano y solo.

Bueno, tal vez solo no, pero aquella persona que le acompañaba, era de lo más peculiar. Aproximadamente metro noventa de estatura, iba con ropa de mujer y bata, en la que dictaba "Doctora Esfenoides".
No obstante, no tenía pinta de mujer, ni mucho menos de doctora.
A lo largo de su cara se podía ver una geografía variopinta de cicatrices de edad variable.
LLagas, rojizas, magmáticas y encarnezidas. Marcas, dehiscencias y señales, que formaban una máscara siniestra, inquietante y grotesca.
No obstante los ojos de aquella persona coronaban brillantes el pentagrama de desgarros. Azules y tiernos. En una oleada de piel maltratada, olivácea. Limítrofes con dos cejas finas, y unos labios carmesí perfilados de manera magnánime.
El cuerpo reflejaba algún desequilibrio hormonal, una mezcla entre vigorexia y dismorfia, un palacio esteroideo sometido a mil y un corsés de peros.
La ropa le quedaba pequeña, dejando ver unos abdominales marcados sin atisbo de pelo en ninguna parte, y unas piernas definidas llenas de laboriosas marcas también.
Pero eran los tacones que llevaba los que marcaban el estruendo, era imposible que le cabieran.
Y allí estaba él, con su liberador extraño, delante de otro extraño, con toda una vida en comunidad vegetando en otra sala, esperando su ayuda y su esfuerzo.
-